domingo, 25 de abril de 2010

EL DIARIO DE MITRE Y LOS JUDIOS

A lo largo de su obra, Arturo Jauretche alertó sobre las distintas formas en que la colonización pedagógica instala, como premisas válidas, categorías surgidas del proceso histórico europeo —y que poco o nada tienen que ver con la realidad concreta de nuestro país—, entorpeciendo así las corrientes de pensamiento y acción política orientadas hacia un desarrollo nacional autocentrado.

El diario La Nación (creado como medio de difusión de la alta burguesía comercial porteña) puede ser considerado un modelo ejemplar de este mecanismo. No es para menos: ningún otro sector ha gozado de los beneficios del eurocentrismo —económico y cultural— como aquel que lideró, en el siglo XIX, Bartolomé Mitre, el legendario fundador del matutino.

Entre los frutos ideológicos transplantados a nuestro suelo, no pocos estaban podridos ya en su planta de origen. Tales los casos del nacionalismo xenofóbico y el antisemitismo, que habrán de aparecer cada tanto en el escenario político argentino, vociferados por diminutas y enardecidas minorías.

No decimos nada nuevo. Pero sí resulta curioso que haya sido La Nación —que aún hoy declama su proverbial liberalismo republicano— el que haya introducido en la Argentina la literatura judeofóbica. Hablamos de La bolsa, una novela publicada por entregas en 1891, en las páginas del diario, surgida de la pluma del propio periodista asignado al ámbito bursátil, José María Miró (que la firmó con el seudónimo de Julián Martel).

El carácter eurocéntrico de la misma lo confirman tanto la propia confesión de fe del autor —que explícitamente reconoce haber tomado sus estereotipos del racismo entonces en boga en Europa (como en el nefasto libelo La France Juive de Edouard Drumont, varias veces citado)— hasta la propia ausencia de una comunidad judía relevante en nuestro medio. Como bien señala Osvaldo Pellettieri, "en 1888 entraron 8 familias judías y al año siguiente 136 y casi todos se fueron al interior, que mal podían ser responsables de los problemas que preocupaban a Martel".

A continuación, presentamos dos fragmentos que aluden al mismo problema. El primero, fue extraído del excelente artículo publicado por Alberto Liamgot en 1992. El otro, es un tramo de La bolsa que, como se confirma leyendo el texto anterior, constituye casi un breve manual de estilo para aquel La Nación; paladín de los intereses portuarios, cuyo interés fundamental por aquellos años era impugnar los gobiernos impulsados por las provincias del interior argentino desde 1874.

Lo cual incluía, entre otras cosas, manifestar un marcado desprecio por el modelo inmigratorio del roquismo. Un modelo demasiado ajeno al proyecto impuesto por el enigmático triunfo de Pavón. Pues aquellos angustiados de la baja Europa en nada se parecían a los esbeltos inmigrantes, nórdicos o anglosajones, que —según la quimérica prosa sarmientina— portarían
las luces de la auténtica civilización a esta tierra embrutecida por las razas débiles.

Desventuras de la inmigración judía
por Alberto Liamgot


La inmigración judía en la Argentina guarda algunos entretelones sobre los cuales no siempre se dijo toda la verdad. (...) Mucho se ha hablado y se ha escrito sobre ese período cardinal de la historia argentina. Sin embargo, algunas circunstancias no fueron registradas con la debida prolijidad.

Y nos atreveríamos a decir que hubo otras que quedaron en la penumbra, ya sea por desinformación, por intereses o simplemente por negligencia.

(...) La histeria colectiva que sucedió a la crisis económica del noventa, expresada por la exaltación nacionalista, la apelación a la xenofobia, a los mitos patrióticos y al rechazo a lo distinto, apuntaba a encontrar un culpable sobre quien descargar la responsabilidad de los males del país. Grupos politizados trataban de enervar a la opinión, de presionar sobre el espectro socioeconómico y realimentar antiguas frustraciones.

En el marco de esa realidad, donde el conflicto entre lo endogrupal y lo exogrupal se profundizaba, el escritor Julián Martel —periodista del diario La Nación—, publicó su novela La bolsa. Por primera vez asomaban a nuestra literatura dos temas hasta entonces inéditos: el del prejuicio racial y el de la intolerancia.

(...) En una sociedad que recién abría sus puertas a la inmigración, no dejó de sorprender la aparición de este injerto antisemita, donde un autor, a pesar de su aprobado talento, se negaba a juzgar a las personas sobre la base de sus valores intrínsecos.

La política oficial de promover la inmigración agrícola, en un país donde la tierra constituía la principal fuente de riquezas, fue saludada auspiciosamente por algunos sectores de la opinión pública. Sin embargo, por falta de precisiones, mucha gente todavía no tiene en claro las enormes resistencias que hubo que vencer para que dicho proyecto pudiera arribar a buen término.

Diarios prestigiosos como La Nación, de inobjetable tradición liberal, no sólo no dio apoyo a este programa de colonización agraria judía, sino que intervino a través de insistentes críticas para oponerse al mismo, tratando de introducir elementos de desconfianza en la sensibilizada opinión pública. No se adivinaba un solo gesto de hospitalidad en este influyente diario argentino, cuya ambigua política editorial contradecía todos los principios que decía defender. Para colmo de males empezó a publicar en forma de folletín la novela La bolsa, de modo que no quedaron dudas sobre cuál era el pensamiento de algunos de sus colaboradores.

Cuando el presidente Julio A. Roca designó a José María Bustos como agente oficial del gobierno, con atribuciones para encauzar a nuestro país la emigración de judíos procedentes del Imperio Ruso dispuestos a dedicarse a tareas agrícolas, el diario de Mitre decía: "Pueden venir aquí los israelitas espontáneamente, pero intervenir el gobierno para atraerlos oficial y artificialmente, nos parece un error muy evidente".

Más adelante agregaba: “Poblar no es aumentar el número de los estantes de un país, sino constituir una raza coherente que se vincule al suelo, con sus instintos, sus tendencias y sus aspiraciones. Las facilidades para el desembarco, alojamiento temporario e internación, son medidas apropiadas a los grandes objetos de la población por la inmigración y colonización, pero el reclutamiento de inmigrantes, los cuales entonces vienen obedeciendo a móviles distintos de los que nos llegan atraídos por la liberalidad de nuestras leyes y la bondad de nuestro suelo, es un hecho artificial que vicia el sistema de la población e inocula en la sociabilidad gérmenes perjudiciales y quizá disolventes”. (Editorial de La Nación del 26 de agosto de 1881).

(...) Se dice que este criterio, tan fríamente expuesto por La Nación, era de algún modo el pensamiento del propio Mitre, quien en un debate parlamentario en 1870, abogó por la inmigración espontánea y opuso sus reservas a aquella otra organizada por empresarios con apoyo del gobierno nacional.

De La bolsa
por Julián Martel


Glow, más calmado por el tono familiar de Granulillo, dijo que su ley prohibía al israelita naturalizarse en país alguno, pudiendo, sin embargo, hacerlo, pero sólo en la apariencia, por llenar la fórmula, y así poder ejercer mejor, gozando de la mayor suma de derechos posibles, sus malas artes.

Hay en el “Talmud”, en ese código civil y religioso de los judíos, una cláusula curiosa, que no recuerdo al pie de la letra, pero cuyo sentido es éste: "Si eres juez y se presentan ante ti dos litigantes, uno cristiano y otro judío, darás aunque no la tenga, la razón a este último, y serán un mérito ante Jehová todas las artimañas a que recurras para hacer aparecer como culpable al cristiano". Aquí tienes consignado, un pocas palabras, el espíritu que anima a los judíos respecto de nosotros.

Una sola cosa, en el orden moral, los hace simpáticos a mis ojos: el espíritu de solidaridad que los hace fuertes y poderosos. Rarísimos son los ejemplos, después de Judas, que parece agotó de una vez toda la traición de su pasado, rarísimos son los ejemplos de que un judío haya faltado a la unión que se tienen jurada entre ellos.

Drumont, en una obra escrita con tanta pasión como talento, y en la cual abundan datos abrumadores que nadie ha rectificado, dice, entre otras cosas, que tienen formada una gran asociación que se llama Alianza Universal Israelita, y cuyas ramificaciones se extienden a todas partes del mundo en que haya modo de lucrar a costillas del hombre ario. Cremieux, que la fundó en Francia, centro de operaciones del pueblo maldito, en el año 1860, le dio una organización tan maravillosa, que hoy es quizás la sociedad secreta más poderosa del mundo.

lunes, 19 de abril de 2010

EL IZQUIERDISMO ILUSTRADO


Por Juan José Hernández Arregui

Especializada en la hibridación de ideas ajenas, la intelectualidad académica de sesgo filo progresista rara vez ha coincidido con los intereses de las mayorías populares en América Latina. Aún cuando adopta la semántica de los pensadores “excéntricos” a su formación (oriundos del nacionalismo popular o el socialismo criollo), la izquierda del mandarinato ideológico reitera, en su práctica, la preferencia por el cliché de las ideas originales generadas en otro tiempo o en otro paisaje, distintos al suyo.

Estos fragmentos textuales de Hernández Arregui –extraídos de La formación de la conciencia nacional, obra escrita en 1959— permiten verificar la veteranía del progresismo académico en sus configuraciones fundamentales.



Lo auténtico de la cultura no es la Universidad sino la vida, creadora perpetua de formas culturales. La anemia de los intelectuales es el resultado de esta incultura radical, de esta fijación en un período histórico de la cultura argentina y no en la cultura total como producto vital, extendido en el tiempo de la comunidad. Si el intelectual, como sujeto de cultura, no se subsume en el pueblo, si no abreva en sus fuentes limosas, es pura antropolatría.

(...) Contradiciéndose a sí misma en su función antinacional y su progresismo universal, la izquierda intelectual exhibe en su desencarnada verdad, la esencia misma de la inteligencia colonizada. En lugar de dominar las ideas, como parásitos del orden social, están dominados por el sistema que los oprime al mismo tiempo que los alimenta.

Más que intelectuales, por tal razón, son jeroglíficos. En sus escritos —si son literatos, ensayistas— se percibe el plúmbeo jadeo de la nulidad pedante, el no poder expresar lo que se desea, el velo gramatical que recubre la duplicidad de una posición social sierva de los poderes que regulan y sofocan el pensamiento impersonal de la pequeña burguesía como clase.

Algo les dice que hay una tecla desafinada en la melodía de su justificación subjetiva. Y ni siquiera deben encerrarse en esa subjetividad. La subjetividad pura sólo es posible en el individuo de la clase alta, donde el carácter parasitario de sus miembros los compele, a fin de no verse precisamente como parásitos, a erigirse en solitarios elegidos.

Disposición, que responde al efectivo aislamiento de la actividad productiva de parte del intelectual pudiente: “...la ficción misma de la interioridad —escribe Claude Lanszmann— se explica por la situación objetiva del privilegiado que no experimenta la realidad del mundo por la necesidad ni por el trabajo, y que tiene necesidad de creerse, secretamente, distinto a todos”.

Pensamiento que es una variante de éste de Marx: “La riqueza acepta únicamente la realización de las facultades humanas, en tanto que la realización de su nada, de sus caprichos, de sus ideas abstractas o exóticas”.

Tal la situación genérica de la intelectualidad de izquierda. Anclan en abstracciones en lugar de sumergirse en los hechos. Ésta es la superioridad del proletariado —a pesar de su incultura— sobre las otras clases en general, y sobre los intelectuales en particular, pues en tanto clase, defiende intereses que no admiten conciliación teórica, sino la efectiva subversión de la praxis.

El intelectual de izquierda, ligado a la burguesía, se revuelve contra ella pero no contra sí mismo como clase. En cambio el obrero, se revela como clase contra sí mismo. Por eso es revolucionario.

De ahí la conciencia desdichada del intelectual, sus cuentos famélicos, su protesta indecisa entre la acción y la idea siempre resuelta a favor de la idea. De su cobardía. Dentro de la lucha de clases son la contradicción reseca.

(...) Un grosero anticlericalismo ha sido parte de esta mentalidad “progresista”. (...) Un no menos necio antimilitarismo les ha servido de cantinela. El odio al Ejército de parte de la izquierda extranjerizante es otra faz de la oposición a los movimientos nacionales de liberación que no pueden consumarse sin su apoyo.

El internacionalismo intelectual de la izquierda es el peor enemigo de la revolución nacional en un país dependiente y en consecuencia del proletariado.

domingo, 11 de abril de 2010

1962: FRAMINI GOBERNADOR

Vandor, John William Cooke, Perón y Framini.

Hacia 1962, el secretario general de la Asociación Obrera Textil, Andrés Framini, fue sorprendido por una directiva de su jefe político, Juan Domingo Perón: debería ser su acompañante en la fórmula electoral para la provincia de Buenos Aires, pero como candidato a gobernador y llevando al líder exiliado como vice.

Como se sabe, el nombre de Perón fue reemplazado por el de Marcos Anglada y la fórmula definitiva, con la boleta de Unión Popular, ganó las elecciones con más de 1.170.000 votos, desatando una crisis que obligó al presidente de la Nación, Arturo Frondizi a anular los comicios. Framini nunca pudo asumir y el jaqueado mandatario fue derrocado poco tiempo después.

El episodio dejó varios interrogantes. Especialmente, en lo que respecta a las verdaderas intenciones de Perón y de quien, por entonces, se constituía en una sólida alternativa de poder político dentro del peronismo: el metalúrgico Augusto Timoteo Vandor.

A fin de contribuir a la discusión historiográfica, ofrecemos tres visiones no del todo coincidentes de aquel proceso político: la del escritor Roberto Carri; la del propio Perón (en una carta a Alberto Iturbe, publicada por Roberto Baschetti) y parte de un reportaje de Nelson Domínguez al dirigente lucifuercista Juan José Taccone.


Sindicalismo y peronismo en 1962
Por Roberto Carri


El peronismo político se prepara para las elecciones de 1962 y Frondizi lo despide a (Alvaro) Alsogaray para reconstruir su imagen electoral. Los sindicalistas apoyan las elecciones porque son un buen medio para negociar poder y posiciones, mucho menos peligroso que el terrorismo.

El proceso electoral que culmina el 18 de marzo de 1962, además de demostrar la eficacia de la maquinaria sindical, señala la importancia de la definición política del sindicalismo. Sindicatos y peronismo son sinónimos en esa época. Los sindicatos son el único aparato organizativo de masas que tiene el movimiento después que el ejército destruyera las organizaciones clandestinas de base.

La campaña electoral permite al pueblo expresar masivamente su voluntad de "poder popular" y reclamar el retorno de Perón a la Argentina. La candidatura de Perón - Framini en la provincia de Buenos Aires —no obstante el veto a Perón y su reemplazo por Anglada— simboliza toda la campaña. El aparato sindical del peronismo garantiza el triunfo en las urnas y, en parte, las movilizaciones preelectorales del cinturón industrial; pero es una garantía tramposa: al mismo tiempo, desarma al pueblo de argumentos organizativos que hubieran permitido, por lo menos, pelear en defensa de los resultados de la elección.

La anulación de las elecciones por Frondizi y su posterior derrocamiento cierran las fantasías integracionistas de muchos. El vandorismo y su estrategia de presión hasta ciertos límites, se convierte en la estrategia del sindicalismo y, por el momento, del movimiento peronista. No obstante esa “garantía”, el régimen no soporta la presencia de las masas y comprende la debilidad de los dirigentes locales del peronismo. La táctica de Perón durante 1962 y 1963 continúa orientada a defender la unidad del movimiento.

Carta a Alberto Iturbe
Por Juan D. Perón


Madrid, 17 de enero de 1962.

Mi querido amigo:

Como a usted le consta, había deseado permanecer ajeno al problema de las candidaturas de la Provincia de Buenos Aires, pero han sido tantas las gestiones que se han realizado ante mí, ya acá personalmente como por carta, que han terminado por comprometer mi opinión sin que yo mismo me haya dado cuenta. En efecto, los viajeros emisarios, "informados", periodistas, y toda la gama de la fauna que se mueve, con interés o sin él, detrás de las candidaturas, me han hecho decir tantas cosas que ni siquiera se me han ocurrido pensar, que considero necesario que les haga llegar mi pensamiento y mi palabra al respecto a fin de que ustedes no sean engañados como parece ocurrir con todos los demás.

Como según mi información, todas las candidaturas del Frente Justicialista que se han estado agitando hasta ahora, llevaban como segundo término al compañero Andrés Framini, se me ocurrió hace tiempo hacerle decir que se hiciera un viaje por España sabiendo que Framini ni quería saber nada de ser candidato a nada, lo que se explica por su natural desinterés personal y su función sindical. Sin embargo, su predicamento personal en el Movimiento, ha movido a todos los que se candidatean a proponerlo en segundo término, porque siendo la Provincia de Buenos Aires y, especialmente el cinturón del Gran Buenos Aires, sectores obreros, sabían que Framini arrastraría allí inmensa cantidad de votos. En otras palabras, Framini era "el caballo y el otro el jinete".

En mi concepto, en las elecciones de Buenos Aires, no interesan los candidatos sino el Movimiento y cada peronista debe pensar que de ello se infiere la necesidad de llevar una fórmula que, no siendo resistida por nadie, permita acopiar el mayor número de votos que se sumen a los que el Peronismo asegura por sí. Ninguno de los candidatos reúne tales condiciones en la medida que las reúne Framini. En consecuencia, nada parece tan natural como que la fórmula esté encabezada por este compañero, llevando en segundo término a uno de los tantos candidatos que se mencionan.

Las organizaciones obreras que tan decisivas son en esta situación han observado a algunos de los candidatos posibles de la línea política por carecer de predicamento en algunos casos y por tener franca oposición en otros. En tales condiciones, no es aconsejable insistir en ellos, menos aún cuando la decisión puede estar dependiendo de la voluntad obrera de votarlos. Por otra parte, las organizaciones sindicales peronistas saben que Framini es el mejor candidato en la emergencia y consideran injusto que este compañero sea relegado.

Yo no creo que en la Provincia de Buenos Aires se le permita la concurrencia al Justicialismo y estoy persuadido que el "gobierno" sólo permitirá la concurrencia peronista en el caso de que esté convencido que ha de perder las elecciones o en el caso que el candidato peronista esté de antemano "acomodado" con el "gobierno". Lo más probable es que se nos tenga en la incertidumbre hasta el último día y se aproveche esta situación para dividirnos y descomponernos, como se lo ha hecho en Santa Fe, contando con la colaboración de algunos dirigentes peronistas.

Si el "gobierno" vetara la candidatura de Framini enfrentaría el repudio de toda la clase trabajadora que, por sentido clasista, debe apoyarla. Yo estoy seguro que si tenemos en Buenos Aires alguna probabilidad de ganar la elección será solamente con esta candidatura y, por lo tanto, considero que el "gobierno" no la ha de permitir para lo que ha de recurrir a cualquier expediente lícito o ilícito, que es lo que más nos conviene a nosotros. Si, en caso contrario, la permite, estaremos en las mejores condiciones de hacer una buena elección.

Si realmente los compañeros que encabezaban fórmulas tienen interés en el triunfo del Movimiento Peronista no tengo la menor duda que no han de tener inconvenientes para figurar en segundo término en lugar del primero. Si no es así, habrán demostrado que sólo los guía el interés personal y no la buena marcha del Movimiento. Esta es una hora de renunciamiento y no de intereses mezquinos porque la suerte del Peronismo está comprometida.

Venciendo los escrúpulos del compañero Framini lo he convencido para que acepte ser candidato a gobernador de la Provincia de Buenos Aires y él se ha comprometido a hacer lo que yo disponga al respecto. En ese concepto le he indicado la necesidad de que así sea. Ha conversado largamente conmigo y él le podrá completar todo lo referente a este asunto, tanto para el caso de que se pueda concurrir como para el de ser vetado por el "gobierno" o no poder concurrir en ninguna forma en la forma prevista, el también le informará sobre lo que se refiere a los fondos necesarios para la campaña. Le ruego que salude a todos los compañeros.

Un gran abrazo
Juan Perón

Segundas intenciones
Por Juan José Taccone


— ¿Qué sentido tenía la candidatura de Perón?

— La intención de Perón era no ir a las elecciones. Él pensaba que la caída de Frondizi podía traer serios problemas. El movimiento obrero estaba convencido, en cambio, que la caída de Frondizi ya no tenía importancia y que, por otra parte, era muy difícil mantenerlo en el Gobierno. Perón no estaba persuadido de eso. Había recibido a algunas delegaciones de Frondizi y dentro del movimiento tenía también sus presiones. Cuando Perón lanza su candidatura como gobernador de Buenos Aires, fue para buscar el voto en blanco. Es decir, primero el veto a la fórmula y luego, como reacción, el voto en blanco, con lo que Frondizi estaría salvado.

— En otras palabras, Taccone, la fórmula Perón-Framini tenía por objeto buscar la proscripción del peronismo para justificar el voto en blanco, que era lo que necesitaba Frondizi. Sin embargo, la fórmula Perón - Framini no se concretó. Todo lo contrario, el peronismo fue a las elecciones con la fórmula Framini - Anglada, y su triunfo fue la antesala del derrocamiento de Frondizi. ¿Cómo fue que Perón desistió de su plan inicial?

— Como le dije antes, Domínguez, el movimiento obrero estaba convencido que era muy difícil mantenerlo a Frondizi y que, por otro lado, su caída ya no tenía importancia. Para conversar con Perón sobre este asunto viajó a Madrid una delegación de las 62 Organizaciones. La integraban Augusto Vandor, Francisco Prado y otros compañeros. Estuvieron una semana en Madrid. Al principio Perón no quería saber nada, pero los compañeros le hicieron ver que con Frondizi no había salida posible y que había que buscar otra solución. Los sindicalistas aceptaban el punto de vista de Perón, en el sentido de que la situación futura se abría a grandes interrogantes.

Con respecto a las conversaciones con algunos militares y sus afirmaciones de que se iba a mantener una línea de unión con las organizaciones sindicales y el movimiento popular. Perón intuía que eso iba a tener muy corta duración, y eso también le aceptaban los compañeros que habían ido a hablar con él. Pero la otra alternativa no estaba expuesta a menos interrogantes. Lo cierto fue que, después de un profundo análisis, Perón terminó aceptando el punto de vista del movimiento obrero, y fue así cómo nació la fórmula Framini - Anglada para la provincia de Buenos Aires.

domingo, 4 de abril de 2010

JUAN FELIPE IBARRA

Por Luis Alén Lascano

La vida del santiagueño Juan Felipe Ibarra recorre la crucial primera mitad del siglo XIX, cuyo derrotero de sangre y fuego trazaron tanto la guerra de la Independencia como la posterior guerra civil.

Integró el Ejército del Norte y fue designado por Manuel Belgrano al frente del Fuerte de Abipones, que mantuvo a raya a los indígenas chaqueños. Fue solidario con Juan Bautista Bustos en el motín de Arequito. Enfrentó a su jefe, Bernabé Aráoz, gobernador del Tucumán, a fin de obtener la autonomía de Santiago del Estero. Para ello contó con la asistencia de Martín Miguel de Güemes. En 1820, consiguió el reconocimiento de su provincia, a la que gobernó los siguientes 31 años.

Cuando sus diputados se unieron al partido porteño de Bernardino Rivadavia, designó al también porteño Manuel Dorrego, para defender las posiciones federales. Más tarde apoyó, sucesivamente, al propio Dorrego, al "Manco" Paz —a quien luego enfrentó militarmente—, a Facundo Quiroga, a Juan Manuel de Rosas y a Manuel Oribe.

A su muerte, en 1851, nacieron dos leyendas: la del patriota y la del tirano. Extraídos de un artículo (1970) del historiador Luis Alén Lascano, su comprovinciano, estos párrafos intentan provocar la curiosidad de quienes no se conforman con tales leyendas.



Monstruo surgido del averno, bárbaro, ignorante y cruel, para unos. Caudillo indiscutido durante 30 años, guerrero de la independencia y patriarca del federalismo, para otros. Entre ambos extremos se debate la polémica alrededor de la figura de Ibarra.

Hasta ahora los historiadores clásicos lo han condenado sin posibilidad de indulto. Pero en ese juicio no ha habido defensa ni alegato favorable alguno. Ha sido la sentencia del tribunal vencedor; muchas veces cómplice y converso, ansioso por eso mismo de una severidad implacable.

(...) Ahí está, al filo de los años cuando se aproxima el fin de sus días. Estatura mediana y grueso el cuerpo; frente ancha y despejada, cabello negro y lacio, labios finos, con una sonrisa imperceptible más parecida a un rictus despreciativo. Severa la mirada, imperturbable el gesto y prodigiosa la memoria.

(...) Tuvo a su antojo el patrimonio entero de la provincia, y en años de escasez no percibía sueldos; se le entregaron bienes en administración a su confianza, como los de la familia Uriarte y fue escrupuloso en el manejo de los dineros ajenos o públicos. Alguna vez, los excesos políticos lo llevaron a confiscar fondos enemigos; los destinaba al ejército y a pagar sus soldados.

Fuera de su violenta pasión federal, era amigo sincero y consecuente; educado cuando quería serlo, don Pedro Ferré escribió de Ibarra: "Conocí y traté en Santa Fe a don Juan Felipe Ibarra, y me hizo la mejor impresión por su educación, y la nobleza de sentimientos que manifestaba".

Páginas similares ofrecen sobre su persona el Dr. Eduardo Lahitte, amigo y corresponsal desde Buenos Aires; el culto historiador y gobernante santafesino Urbano de Iriondo, y otros contemporáneos no afectados por la pasión.

Todo esto es un hombre con un hondo drama sentimental. Se ha casado en 1823 por poder con doña Ventura Saravia, hija del Dr. Mateo Saravia quien sin duda por amistad, consiente u obliga a esta boda. El padre es un rico feudatario en las cercanías de Abipones, mas el origen familiar es salteño, y de allí llega la desposada en una volanta a Santiago.

La espera el gobernador, las autoridades y las mejores familias de la ciudad, y van al nuevo hogar los esposos. Al amanecer, ordena Ibarra atar nuevamente los caballos del carruaje, y en silencio, la esposa parte de retorno. ¿Qué misterio se oculta en esa noche nupcial? El gobernador nunca lo explicará, y el silencio se tiende sobre el episodio para siempre. Un historiador actual piensa que la novia fue obligada por la autoridad paterna, a una boda sin amor. Y que llegada ante el prometido, no vaciló en confesarle tan desgraciada situación. "En un acto caballeresco, decide el retorno de su esposa a su casa paterna."

No es ésta la actitud de un mandón irresponsable. En la dignidad con que lleva su proceso sentimental intimo, hay una respuesta para sus detractores. La misma actitud tiene siempre Ventura Saravia. Sus hermanos se tratan fraternalmente con Ibarra, y a Manuel Antonio Saravia lo hace elegir gobernador de Salta y lo sostiene con su influjo. Hasta su misma esposa vuelve a Santiago al saberlo enfermo y lo acompaña hacia el fin de sus días, cuando muere, el 15 de julio de 1851. Ella es albacea y heredera en su testamento, y ella ha de quedar velando su memoria, hasta que la pasión política después de Caseros, confisque sus bienes y la obligue a buscar refugio en Tucumán.

Muere Ibarra como buen cristiano. Pide en su testamento a Dios, "me perdone todas mis culpas”, el hábito mercedario de mortaja, la asistencia de franciscanos y dominicos y ser enterrado en el templo de La Merced; todo lo cual así se hace. Los más distinguidos sacerdotes lo han confesado y ayudado a morir. Nada sabe hasta entonces de los sucesos del litoral, ni de la defección de Urquiza. y puede esperar el fin, seguro de haber sido, como le cantan los trovadores populares a su muerte, "la columna más fuerte de la Confederación".

Si muchos de sus actos no tienen justificativo, hay una explicación coherente para todos. Y por encima del balance postrero, hay una provincia argentina que le debe su erección como estado federal. Fundador de la autonomía santiagueña, en estos 150 años de vida provinciana, todos han disfrutado del privilegio ciudadano de esa santiagueñidad lograda por Ibarra a sangre y fuego. Pocos son los que alguna vez le agradecen esa herencia, cuidada con empecinamiento en 30 años, y dilapidada después por tantos sucesores.

Tres décadas, largas acaso para soportar a un mismo hombre en el poder, pero que dan relevancia inusitada a su provincia en el concierto nacional; donde no se permite la menor trasgreslón a sus fueros y prestigios, y en las cuales su caudillo alcanza estatura mayor dentro del país.

Ibarra demuestra no ser un hombre de la patria chica, constreñido sólo a límites locales. El mismo respeto y jerarquía que quiere para su provincia, le inspiran altivas actitudes argentinas. Todas las determinaciones de su vida acusan una notoria sensibilidad nacional y entiende al país, como una Nación total: geográfica y políticamente integrada.

Es la cohesión conseguida por el federalismo, e Ibarra la manifiesta el 23 de febrero de 1833, al protestar al Rey de Inglaterra por la ocupación de las Islas Malvinas. Ese espíritu está presente en la firma del Tratado Interprovincial del 6 de febrero de 1835, para perseguir en el norte, "toda idea relativa a la desmembración de la más pequeña parte del territorio de la república", y evitar la anexión de Jujuy a Bolivia.

Idea fundamental ésta, de todos sus actos. Por ella rechaza el ofrecimiento de los gobernadores de Catamarca y La Rioja, Cubas y Brizuela, que le proponen retirar a Rosas del manejo de las relaciones exteriores y confiárselo a él como jefe de un bloque mediterráneo.

Por ella se opone a la Coalición del Norte en 1840 y le pregunta a Manuel Sola, gobernador de Salta: "¿Se constituye el país haciendo causa común con los extranjeros que están hostilizando injusta y vilmente a nuestros mismos pueblos?"

Y este sentimiento de la nacionalidad, cuando estaba en pañales o era negada por los letrados del Plata, inspira al bárbaro Ibarra una proclama de repudio a la agresión colonialista anglo-francesa de 1841, donde desentraña el sentido de la emancipación argentina ante España, la codicia de los imperios europeos, y el valor de la Confederación, cuya resistencia como "precio de nuestra independencia nacional, es la sangre de millares de victimas que desde el campo del honor, nos recuerdan nuestros deberes y nuestros juramentos".

Las cosas malas de su existencia, inocultables, se traslucen en un claroscuro de luces y sombras, humanas e imperfectas. Todos las tuvieron, y las tenemos, y ¡cómo habrían de estar exentos de vicios los caudillos de aquel momento fundacional donde con barro y muertes se creó la patria! Pero la tarea del historiador, como dice Vincen Vives, "no es aplaudir ni condenar, sino comprender vitalmente el drama humano".