domingo, 25 de julio de 2010

MANZI EN EL SOTANO DE FORJA

Homero Manzi junto a José C. Barro; Luis Dellepiane y Antonio Martino


Por Aníbal Ford

En noviembre de 1973, la revista Crisis, dirigida por Federico Vogelius y Eduardo Galeano, publicó una serie de artículos y materiales de archivo sobre el tango, coordinados por Noemí Ulla. Entre ellos, figura esta semblanza de Aníbal Ford, que precede a tres discursos del propio Manzi publicados como parte de ese mismo expediente periodístico.


En junio de 1935 nace Forja, grupo radical yrigoyenista que llevará adelante una seria tarea de denuncias de los mecanismos de la dependencia en la Argentina. Entre sus cinco fundadores está Homero Manzi (Manzione). Tiene 28 años y ya hace diez que milita en las líneas más avanzadas del yrigoyenismo.

Un lustro antes, la revolución de 1930, la restauración oligárquica, le había cambiado la vida. Abandona entonces el "sueño de doctor", deja la poesía "culta", se asume como "letrista" popular, comienza a trabajar en la industria cultural nacional, la cual, después de una aguda crisis en que quiebran tango y sainete, comienza a recuperar terreno lentamente.

También, y esto es lo más importante, se sumerge con todo en las luchas del abstencionismo activo, en ese resurgir del viejo insurreccionalismo radical que se expresara en los levantamientos militares y en los diversos grupos que, enfrentados con el régimen y el alvearismo, prefiguran Forja.

En éstos, poco a poco, la esperanza de la vuelta, la nostalgia de los años del radicalismo en el poder, van dando paso a la revisión y a la construcción de un nuevo nacionalismo que se plasma en las denuncias y los análisis del proceso de entrega del país determinado por el Pacto Roca-Runciman.

Al mismo tiempo que combate al régimen, Manzi comienza a clavar en el cancionero de Buenos Aires acompañado por un gran músico, Sebastián Piana, sus primeros éxitos. En medio de la mishiadura que retratara el desencantado Discépolo, Manzi lanza, en medio de la lucha, sus letras jactanciosas, nostálgicas, en última instancia afirmadoras.

Resucita entonces un viejo género bonaerense en Milonga del 900, "autobiografía" de un hombre de Leandro Alem, y en Milonga sentimental. Ambas serán pronto grabadas por Gardel y se transforman en las voces de Azucena Maizani y Mercedes Simone en parte central de Tango, séptimo intento nacional de cine sonoro. A ellos se suman, en estos años, el vals Esquinas porteñas y El pescante, regresión al pasado, recuperación de la figura del viejo cochero que Manzi traza mientras afuera denuncia la Coordinación de Transportes y el drama de los colectiveros.

Así llegamos a 1935. Los radicales levantan la abstención. La reacción contra esta medida se expresa en el "Manifiesto de los Radicales Fuertes" y, poco después, en la creación de Forja. Sus integrantes se lanzan contra el imperialismo, contra las oligarquías, contra las direcciones del partido, cuyas concesiones al régimen critican duramente.

Desconectados de las masas, las campañas que emprenden, muchas veces, no van a ir más allá del sótano de la calle Corrientes donde se reúnen. Sin embargo, con el tiempo, los hombres de Forja se transformarían en uno de los nexos más importantes entre los dos grandes movimientos de masas de la Argentina del siglo XX: el yrigoyenismo y el peronismo.

(Manzi, que moriría en 1951, dejando inconcluso un guión cinematográfico sobre la vida de Yrigoyen titulado El hombre, sería uno de los contactos entre Forja y Perón y terminaría —cabal entendedor de la línea histórica nacional— apoyando al peronismo. “El destino de los jóvenes radicales de filiación revolucionaria e yrigoyenista —declaraba en 1948— no es otro que el compartir con el actual jefe de gobierno los sabores y sinsabores de sus luchas nacionales e internacionales”).

Mientras participa en las luchas de Forja, Manzi intensifica su labor cultural: cine, radio, revistas, periodismo, letras del más diverso tipo. Son los años que van de la milonga al tango, de Betinotti a Mano blanca, años de transición en que, entre encargo y encargo, se prefigura el poeta del 40. (Aquel que más tarde dejara Barrio de tango, Fueye, Ninguna, Malena, Tal vez será tu voz, Fuimos, Después, De barro, ...hasta llegar a la obra final: Sur, Che bandoneón, Discepolín.)

Pero son también los años en que a la sombra del trabajo en los diversos medios se articula el crítico, el defensor de una cultura nacional y popular, el impulsor del proteccionismo y de una política cultural estatal, el elaborador constante de proyectos nacionales que intentan enfrentar a la industria cultural norteamericana. En una palabra: el gestor, con otras figuras, de la cultura que, en gran medida, haría suya el proletariado del 45.

(...) La cultura dominante parcela, limita, mitifica a aquellos escritores nacionales que le es imposible marginar. Así, rescató en Manzi al poeta de los barrios perdidos, del "alma en orsái", pero escamoteó al impugnador de la década infame, al defensor del interior olvidado, al denunciador de la explotación, al impugnador de la cultura dependiente.

(...) En un momento de reestructuración de las clases populares, y en especial de la clase obrera —fin de la inmigración europea, comienzo de la migración interna a raíz del deterioro del agro que justamente Manzi denuncia en sus discursos, intensificación del proceso de industrialización, crisis en las direcciones sindicales, etc.—, Manzi no se aparta en su producción cultural de ese proceso, tal como lo señala cierta crítica. Converge directamente con ese nuevo proletariado que al mismo tiempo que sintetiza corrientes gringas y criollas, levanta banderas nacionales —su consigna central: Braden o Perón— junto a las otras reivindicaciones económicas y políticas. Es decir: la afirmación de una línea histórica nacional, y de sus concomitancias cotidianas, es centro no sólo de la política sino también de la obra cultural de Manzi.

Todo su quehacer marcado por lo histórico o por la exploración de la cultura popular; todo aquello que explora en La Guerra Gaucha o en El último payador, en sus tangos y milongas, en sus artículos sobre los ídolos populares (su análisis de la figura de Yrigoyen o su refutación a los críticos de la manifestación multitudinaria provocada por la muerte de Gardel); o sobre la cultura nacional. (Lo popular, sus interpretaciones de Martín Fierro, del Juan Moreira, de los Podestá, de Carriego, de Betinotti, sus aportes a la historia de la vida cotidiana de Buenos Aires, etc.), toda esa búsqueda donde van surgiendo, en la cultura o en la historia, las montoneras, los gringos proletarios, las masas yrigoyenistas, los peones de los obrajes, los oprimidos de la década infame, forman también parte, junto a la labor política, de un proceso en que se plasma un nuevo nacionalismo, indisolublemente unido a las luchas populares, y al cual Manzi, a pesar de sus concesiones o equivocaciones, brindó un aporte decisivo.

domingo, 18 de julio de 2010

EL OTRO 25 DE MAYO

Por Daniel Cichero

En nuestros manuales, las Jornadas de Mayo consuman “el” momento fundacional de la Patria. ¿Pero fue tan así? ¿Acaso no existe un relato a medias cuando se omiten los detalles de los levantamientos libertarios de Chuquisaca y La Paz de 1809? Quizás sea oportuno entender que buena parte de la matriz de la Revolución no es bonaerense, sino altoperuana. Y que no es sólo criolla, sino criolla e india. Festejemos entonces con alegría, nuestro Bicentenario… + uno.

Siempre se nos inculcó que la Libertad —así, con mayúscula— comenzó a gestarse en Mayo de 1810. Los hechos y sus protagonistas quedaron estereotipados, casi en forma escolar, en los debates del Cabildo Abierto; en la resolución y gallardía de los soldados Patricios; en los pintorescos French y Beruti y en los bronces victoriosos de aquella Primera Junta que fingía defender los derechos del rey Fernando. Pero el 25 de Mayo porteño es, en realidad, heredero de otro 25 de Mayo que estalló en las provincias “arribeñas” del Virreinato. En lo que hoy es Bolivia.

Nombres conocidos y olvidados

Chuquisaca (hoy Sucre) era a principios del siglo 19 una ciudad universitaria, repleta de jóvenes inflamados con las nuevas ideas liberales en boga. Un caldo de cultivo ideal que fermentaba despacio a la espera de cambiar la historia.

¿Pero qué pudo ocurrir para que una ciudad de doctores mutara de una vida dominada por los expedientes de la Audiencia y los claustros de la Universidad San Francisco Xavier? ¿Qué intrigas se destejieron para que, de un día para el otro, la ciudad se encaminara hacia la organización de milicias criollas?

Si en la Buenos Aires de 1810, todo comenzó a desencadenarse con la llegada de la noticia de la caída de la Junta de Sevilla, un año antes en Chuquisaca, el nudo se desató por otro aspecto —menos conocido— de la lucha por la sucesión española. Entonces, el hombre clave fue el brigadier José Manuel de Goyeneche, un militar español que fuera enviado por la Junta de Sevilla para sostener la posición del Rey.

El hombre era —digamos— “flexible” en sus leatades políticas, por lo que a su paso por Río de Janeiro, aprovechó la volteada para sondear la posibilidad de que la corona portuguesa (ya residente en Brasil) se hiciera cargo de los dominios españoles. La idea era meter por la ventana a la princesa Carlota, una hermana de Fernando VII con quien los portugueses especulaban como carta ganadora, para el caso en que Napoleón se quedara para siempre con España. Eran tiempos de río revuelto y Goyeneche jugaba con naipes españoles por arriba de la mesa y portugueses por debajo.

La cuestión es que Goyeneche llegó al Virreinato y —camino a Perú— presentó los títulos lusitanos ante la Audiencia de Charcas. Los juristas produjeron un informe escrito en el que sostuvieron que las ambiciones de la princesa portuguesa eran literalmente “subversivas”. Y meses más tarde, el informe llegó a manos del virrey Cisneros, en la lejanísima Buenos Aires.

Cisneros, que era virrey de una monarquía extinguida, ordenó que la Audiencia destruyera todos los documentos relacionados con esa consulta. Y el Gobernador Intendente de Charcas, Ramón de León y Pizarro, obedeció y quemó todo. Sin embargo, fue suficiente para que se alborotaran los claustros universitarios y que el tumulto después se extendiera a toda la ciudad.

En el disparador del movimiento obraron, sin dudas, un sentimiento antiportugués, mezclado con un celo marcadamente antimonárquico y de repulsa a la figura de Goyeneche. De hecho, la consulta a la Audiencia era en sí mismo una prueba de deslealtad y la orden de destruirla movilizó a todos los claustros. Hasta allí, la cosa era una protesta, pero cuando el amigo Pizarro ordenó el arresto de todos los miembros de la Audiencia, entonces la cosa ya no tuvo retorno. Una “interna” española se había transfigurado en una insurrección libertaria, ahora alentada por intelectuales y militares americanos.

Uno de quienes entendió el valor del momento que se abría fue el joven estudiante tucumano, Bernardo de Monteagudo. Tenía 19 años y se dispuso a calentar los ánimos con una proclama que pasaría a la historia. “Desaparezca la penosa y funesta noche de la usurpación y amanezca luminoso y claro el día de la libertad. Quebrantad las terribles cadenas de la esclavitud y empezad a disfrutar de los deliciosos encantos de la independencia".

Pura casualidad, ese día era también un 25 de Mayo, pero de 1809.

Profesores y alumnos en armas

Si Pizarro pensó que con librar órdenes de arresto todo iba a volver a su lugar, se equivocó de cabo a rabo. Salvo el doctor Jaime Zudáñez, todos los demás cabecillas lograron ocultarse aquel “otro” 25 de Mayo, y en los alrededores de la ciudad logaron reunir una apreciable cantidad de pobladores criollos e indios para definir la situación.

Hubo negociaciones entre Pizarro y los sublevados para que se liberara a Zudáñez, pero como la solución se demoraba, un teniente coronel salteño, Juan Álvarez de Arenales (1), se apersonó con una comisión para exigir que el gobierno replegara la artillería y la pusiera a recaudo en el edificio del Ayuntamiento. Pizarro dudó, pero sin recibir ayuda de Potosí, consideró que su suerte estaba echada y terminó cediendo a las exigencias de los patriotas. Sin embargo, un hecho inesperado ocurrió mientras se ponía en práctica el acuerdo de desarme —mejor sería decir el “derrocamiento”— del gobierno local. Al tiempo que se retiraban los cañones, algunos oficiales españoles se negaron a entregar las armas y los soldados de Pizarro abrieron fuego sobre la multitud.

El hecho produjo varios muertos y entonces el furor popular se hizo inmanejable. En cuestión de minutos los insurrectos se apoderaron de algunas piezas de artillería y las emplazaron en las esquinas aledañas al palacio presidencial, en tanto que otros se hicieron con la pólvora y munición guardada por las autoridades. El fuego entablado entre ambas partes sólo cesó cuando Pizarro dimitió, presionado por los cañonazos y los ruegos de la Audiencia y el Cabildo. Como se ve, nada parecido a la “prolija” revolución del 25 de Mayo de 1810 porteño.

La renuncia se hizo efectiva ya entrada la noche y la Audiencia asumió el mando político y militar. He aquí al primer gobierno patrio, que fuera encabezado por Antonio Álvarez de Arenales. Por supuesto, lo primero que hizo el hombre fue organizar un ejército de milicianos (2) con sus respectivos cuerpos de infantería, caballería y artillería. Es que la cosa iba en serio y se esperaba —como finalmente ocurrió— que llegaran tropas reales provenientes tanto de Perú como de Buenos Aires.

Entre los líderes de la asonada figuraban nombres como Paredes, Lemoine, Fernández, Mercado Alzérraca, Pulido, los hermanos Zudáñez, entre otros togados y estudiantes. Son todos apellidos prolijamente olvidados por nuestra historia, aún cuando un puñado de ellos, como Monteagudo y Mariano Moreno tuviera luego relevancia en la consolidación de la Revolución bonaerense del año siguiente. O como Arenales, quien luego de fugarse de su presidio en el Perú, regresaría a Buenos Aires para convirtirse en mano derecha de San Martín.

También los indios

Es cierto, como ocurriría en Buenos Aires al año siguiente, todo se inició con una rebelión de “notables” que supieron aprovechar una oportunidad. Pero la revuelta iniciada por profesores y alumnos comenzaba a tener la estatura de una revolución. Portadores del mensaje político de Chuquisaca fueron enviados hacia los cuatros rumbos del Virreinato. Monteagudo se fue a calentar los ánimos a Potosí; Mariano Michel fue a sembrar en La Paz; Alzérraca y Pulido fueron enviados a Cochabamba. ¿Y a quién mandaron a Buenos Aires? Hasta allí llegó Mariano Moreno, quien se convertiría al año siguiente en uno de los jefes políticos de la Primera Junta, aunque quizás fuera más apropiado llamarla “Segunda” Junta, o “Tercera”, según veremos.

En 40 días más, la Revolución se extendió a La Paz. Allí, los principales conjurados fueron Pedro Murillo, Melchor Giménez, Mariano Graneros y Juan Pedro de Indaburu. Más olvidados de la Libertad argentina.

El 16 de julio, un batallón de milicias al mando de Indaburu —era su segundo jefe— copó el cuartel de veteranos mientras la población se volcaba a una procesión. El gobernador español Dávila fue arrestado por los revolucionarios y un Cabildo abierto reunido esa misma noche depuso al gobernador, al obispo, a los alcaldes ordinarios, a los subdelegados y a todos los empleados públicos nombrados por el rey español. ¡¿Qué tul?!

La Proclama de La Paz fue la primera proclama decididamente independentista en la América española (3) y Murillo asumió como Presidente de una Junta Tuitiva, nombrada por el propio Cabildo.

Los alzamientos de Chuquisaca y La Paz prosiguieron sin encontrar oposición, hasta que el Virrey Cisneros designó al gobernador de Potosí, Francisco de Paula Sanz, para reponer en Charcas al depuesto presidente Pizarro.

El hombre no dudó. Desconoció a la Audiencia y a la Junta Tuitiva y además se sacó de encima a todos los oficiales americanos para reemplazarlos por peninsulares. También pidió auxilios al Virrey del Perú, quien accedió aún antes que lo autorizara Buenos Aires. ¿Quién encabezaría la represión desde el Perú? El hombre que siempre había tenido varios naipes bajo la mesa. Sí, el brigadier Goyeneche, que ya no jugaba con cartas portuguesas, sino con españolas.

La Paz en guerra

Arenales, en tanto, continuó en Chuquisaca con su preparativos de defensa y logró atraer a uno de los más destacados caudillos altoperuanos, Manuel Asencio Padilla (el esposo de Juana Azurduy), con los indios que pudo reunir en las regiones de Tomina y Chayanta. Los indios partidarios de la revolución tuvieron un éxito inicial al capturar y degollar al cacique Chairiri, sostén de la causa española. Sin embargo, desde la Buenos Aires realista, también se enviaron refuerzos y tras siete meses de gobierno autónomo, la rebelión universitaria fue vencida.

En la Nochebuena de 1809, todas las milicias criollas e indias fueron disueltas y Arenales fue confinado a los calabozos del Callao. Sin saberlo, se convirtió en el primer prisionero de la Guerra de la Independencia.

Si la represión de Chuquisaca fue relativamente poco cruenta, de seguro fue a causa de que sus dirigentes habían sido distinguidos doctores de la elite criolla. Pero en la Ciudad de La Paz la historia fue otra. Allá la revolución fue esencialmente india y los españoles tenían por norma ajusticiar a los naturales que se alzaban en contra de sus autoridades en América.

Mal armados y con diferencias políticas intestinas, los americanos se enfrentaron a Goyeneche en las batallas de Irupana y Chicaloma. Y todo resultó en un desastre. El 29 de enero de 1810, Goyeneche colgó en la plaza pública a Pedro Murillo, Juan Figueroa, Basilio Catacora, Apolinar Jaén, Buenaventura Bueno, Juán Bautista Sagarnaga, Melchor Jiménez, Mariano Graneros y Gregorio Garcia Lanza; este último hermano de Victorio García Lanza que fuera ajusticiado junto a Castro luego del combate de Chicaloma. Otros jefes indios fueron degollados y sus cabezas quedaron clavadas en picas. Un verdadero escarmiento para quienes osaron reiterar el desafío de Tupac Amaru.

Los ejemplos de Chuquisaca y La Paz son prolijamente evitados por la Historia Argentina. ¿Acaso será porque Buenos Aires necesitó crear un relato propio para erigirse en ciudad fundacional de nuestra nacionalidad? ¿Acaso será que molestó el protagonismo indio en la Revolución independentista?

Quien sabe. Pero una cosa es segura, la escena de los paraguas en la Plaza Mayor de Buenos Aires no tiene sentido sin el precio que debieron pagar aquellos hombres del Alto Perú. Fueron ellos quienes encendieron la llama.

Antes de morir, Murillo pronunció la que habría de convertirse en una verdadera profecía: 'Compatriotas, yo muero, pero la tea que dejo encendida ya nadie la podrá apagar".

Y tuvo razón.

NOTAS

(1) La Historia Argentina designa habitualmente a Cornelio Saavedra —altoperuano él— como jefe del primer gobierno patrio. Sin embargo, el mérito le cabe al salteño Juan Antonio Álvarez de Arenales, quien asumió como Gobernador Intendente y jefe militar de la primera revolución independentista en el Virreinato del Río de la Plata. Siete meses después, cuando el movimiento insurreccional fue derrotado, Arenales fue tomado prisionero e internado en El Callao (Perú). De allí, pudo fugar en 1813 para regresar a Buenos Aires y sumarse como oficial de confianza en la empresa libertadora de San Martín.

(2) Las primeras milicias de Chuquisaca tuvieron una especial conformación. A diferencia de las del Río de la Plata, formada a partir de castas y etnias, los nueve primeros cuerpos armados de los patriotas en el Alto Perú fueron organizados por Arenales, según sus oficios civiles.
1º de Infantería, por Joaquín Lemoine.
2º de Académicos, por Dr. Manuel Zudáñez
3º de Plateros, por D. Juan Manuel Lemoyne
4º de Tejedores, por Cap. Pedro Carbajal
5º de Sastres, por D. Toribio Salinas
6º de Sombrereros, por D. Manuel de Ambas Aguas
7º de Zapateros, por D. Miguel Monteagudo
8º de Pintores, por D. Diego Ruiz
9º de Gremios Varios, por D. Manuel Corcuera.

(3) La Proclama de la Junta Tuitiva de La Paz fue la primera en América que fue derecho al punto. Aquí, uno de los párrafos salientes de una Revolución olvidada por la historiografía argentina. "Compatriotas: Hasta aquí hemos tolerado una especie de destierro en el seno mismo de nuestra patria; hemos visto con indiferencia por más de tres siglos sometida nuestra primitiva libertad al despotismo y tiranía de un usurpador injusto que, degradándonos de la especie humana, nos ha mirado como a esclavos; hemos guardando un silencio bastante parecido a la estupidez que se nos atribuye por el inculto español, sufriendo con tranquilidad que el mérito de los americanos haya sido siempre un presagio de humillación y ruina (…).

En la ciudad de Nuestra Señora de La Paz, a los 27 días del mes de julio de 1809."

jueves, 8 de julio de 2010

SABER ACADEMICO Y PRACTICA MILITANTE

Por Rafael Cullen

Autor de Clase obrera. Lucha Armada. Peronismos, una de las obras más reveladoras del conflicto de clases latente en el interior del peronismo entre 1955 y 1973, Rafael Cullen se define con claridad ante los caminos que ofrece la práctica historiográfica.

El presente texto fue extraído de la columna desarrollada por Cullen en el programa radial Contextos de la Historia Nacional, el pasado 7 de julio, en Radio Universidad de Mendoza.


La academia es el espacio de los saberes instituidos. En el caso de la Historia habría mucho para discutir sobre si el saber producido por al academia ha sido capaz de construir un conocimiento crítico y riguroso sobre nuestro pasado, condición necesaria ésta para caracterizar con solidez nuestro presente y prever nuestro futuro.

Yo hablaría de la relación entre conocimiento científico y práctica política, entendida la política como el lugar en que se dirime el conflicto social. Todos los historiadores están —o estamos— ubicados políticamente. Unos lo explicitan, otros no. Entonces, el primer paso de toda investigación científica es poner al descubierto el proyecto social en que está inscripto.

Esta ubicación frente al conflicto social y político no es neutra respecto a la posibilidad de producir un conocimiento objetivo. Quienes aspiran a modificar las actuales relaciones sociales deben —debemos— indagar con mayor rigor acerca de cuál fue el proyecto político que llevó a nuestra actual organización social. Quienes la reivindican deben eludir u ocultar los conflictos sociales de ese proceso.

Para hablar en concreto:

• ¿Por qué la historiografía hegemónica en la academia habla de una larga espera entre 1810 y 1880, que da como resultado el nacimiento de la Nación Argentina construida por la denominada generación del 80? Así se elude el sangriento proceso de guerras civiles y genocidios que están en los cimientos de esa nación

• ¿Por qué se ignora el proceso de la construcción del Estado nacional paraguayo, realizada al margen de la División Internacional del Trabajo del Imperio inglés y de los paradigmas políticos del liberalismo clásico?

• Si hablamos del siglo XX, ¿qué libro de historia habla del inicio del terrorismo de Estado en 1955; con 14 toneladas de bombas sobre Plaza de Mayo, 200 muertos y cerca de 800 heridos y mutilados? Se recuerda la quema de locales partidarios, de las iglesias y del club de la clase dominante; no a los muertos.

Yendo a las ciencias mal llamadas duras, el directorio del CONICET, la máxima institución de investigación del país, le ha prohibido al doctor Andrés Carrasco difundir sus investigaciones sobre las consecuencias del Glifosato en la salud humana ¿No es ésta una decisión política en defensa de intereses concretos de un modelo de desarrollo productivo?

Unos prefieren ocultar, aunque pregonen la objetividad; a otros les —nos— interesa develar lo que está oculto. La diferencia está en la ubicación frente al conflicto social y político de unos y otros. Por eso la relación entre producción de conocimientos y política es compleja y para nada mecánica.

También las simplificaciones son peligrosas para el conocimiento. Hay que diferenciar la ideología de la teoría y de la investigación. También hay que diferenciar entre conocimiento histórico y política en su sentido estrecho, partidario.

No es cómoda la posición de un historiador: el avance hacia el conocimiento objetivo es un camino permanente e implica superar idealizaciones de sucesos y personas y superar también consignas partidarias.

Habría mucho para decir sobre este tema. Sólo insistiré en un punto: la práctica política, entendida en un sentido amplio como la ubicación frente a un conflicto social, no se contradice con la búsqueda del conocimiento histórico. Sí, en cambio, con el consignismo y el ideologismo que acompaña a la mezquina política de grupos que, lamentablemente, está muy difundida.